viernes, 9 de junio de 2017

SEVILLA ES SEMANA SANTA.


Domingo de Ramos. La Paz en el Parque. La primera en la Campana.
Sol, calor, azules imposibles en los cielos cambiantes. A las tres de la tarde, los niños nazarenos, promesa cofrade, acompañan a su Borriquita en la entrada de la Jerusalén sevillana. Ya de noche, El Amor, sobre claveles rojos, reposa la cabeza en el pecho de un Dios hecho Hombre.
En San Juan de la Palma, un goteo de nazarenos blancos, ebrios de azahar, con paso lento y cirios prendidos, dan paso a su Virgen de la Amargura. Ya asoma bajo la ojiva mecida por su marcha. Esa marcha que abrió, señorial, el pregón del Domingo de Pasión.
Martes Santo, cuatro y media de la tarde. Deslizar silencioso, con cadencia de siglos, de los negros capirotes del Cristo de los Estudiantes. La Cruz, flecha apuntada al cielo, se recorta en la puerta del Rectorado. El monte de claveles rojo sangre o el terciopelo violeta de los lirios, se prende en mi retina con voluntad de permanencia. Porque, a la vuelta, será solamente una silueta recortada sobre los muros de la antigua Fábrica de Tabacos.
Miércoles Santo. Algarabía, globos que se escapan al aire límpido y perfumado de la tarde. Barrio de San Bernardo en fiesta. Colgaduras en los balcones. La saeta que escapa de la garganta cumplidora de alguna promesa, silencia de golpe el arrebatado jaleo de la calle. El Cristo de la Salud sube el puente, despacio, mecidos sus candelabros al ritmo de la de música. Detrás, la suave brisa acaricia los claveles rosas del palio de la Virgen del Refugio, siempre en pos del Hijo.
Jueves Santo. Pasión desliza su túnica morada por la rampa de la iglesia del Salvador. No cabe un alfiler en la plaza en la que pasa las horas, sentado, Martínez Montañés. La mujer sevillana honra a su Cristo con sus mejores galas: la mantilla.
Sedas, encajes, alegría hecha clavel rojo bajo la peineta de carey. Y nuestro Señor de Pasión sujeta con la dulce firmeza de sus manos, -las que esculpió para Él Martínez Montañés, antes, mucho antes, de ocupar su asiento en la plaza-, esa cruz de Nazareno penitente.
Viernes santo. Doce de la mañana. La Señora de Sevilla vuelve a su Basílica. Candelería fundida en chorreones de cera, lágrimas de madre por la muerte inminente del Hijo. Toda la “madrugá” los gritos de: ¡guapa, guapa, guapa! la han acompañado, las esperanzas puestas en su Esperanza.
En la otra punta de la ciudad, otra Esperanza cruza el Puente de Triana: la morena de la calle Pureza. Entre vivas, aplausos y niños izados al aire para que la madre los bendiga, tarda tres horas en llegar desde el puente a su casa. Está cansada.
Sus hijos también. Pero siguen ahí, a su lado.
Por la tarde, a las seis, cita en el convento de San Buenaventura: va a salir la Soledad. Milagro imposible, repetido cada año, encuadrar la corona de la Virgen en el marco de la puerta. Ya está fuera su rostro vuelto al cielo. Parece contemplar las nubes deshilachadas que empañan el azul tibio. Las notas del Himno Nacional rompen el silencio impuesto por la salida de esta Madre arrodillada ante la Cruz vacía. Una voz lanza la saeta de una oración. Tal vez para llenar la soledad de una vida.
A dos pasos de allí, en la Magdalena, El Cachorro sigue expirando entre sus barroquísimos candelabros. ¿Cómo un hombre en agonía puede ser tan bello? Me pregunto al paso del Cristo de la Expiración, tan sevillano, tan irrepetible, tan nuevo y eterno cada año.
Mi Semana Santa es luz, es olor a azahar, es calor en la tarde, es escalofrío en la noche. Es la marcha Amargura. Es la Plaza del Triunfo, a rebosar todos los días. Es algarabía en los Jardines de Murillo cuando la Candelaria aparece bajo las estrellas.
La Semana Santa es Sevilla.

Eloísa Zapata (Sevilla)
Publicado en la revista Aldaba 33

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