jueves, 28 de abril de 2016

EL ABRAZO DE LAS AGUAS


La noche avanzaba con paso sereno, pero decidido. En su lento discurrir iba moteando el cielo de colores violáceos, extendiendo su negro manto sobre el ancho firmamento y cubriendo con su delicado tacto los cálidos rayos del sol, que se retiraba a su morada y cedía temporalmente su cetro a las tinieblas. La oscuridad descendía del alto Olimpo y se extendía por la tierra; un fino viento esparcía el rocío, que caía mansamente sobre las hojas de los árboles y las mojaba con sus diminutas gotas de vida, con ese débil brillo que reflejaban las tenues luces nacientes del amanecer al posarse sobre ellas.

Ellos continuaban inmersos en el mar, sus piernas bañadas por las tibias aguas, liberados sus cuerpos a la altura de la cintura, desnudos bajo la lumbre de la luna indiscreta, que como en tantas ocasiones velaba por el cómplice amor de los amantes y gozaba con sus más íntimos secretos. Intercambiaban abrazos, con manos que recorrían curiosas cada poro de la piel del otro, anhelantes de deseo, antes de encontrarse en la espalda. Sus miradas se cruzaban en medio de aquel torbellino de sensaciones; en sus pupilas, teñidas del azul opaco de la noche, se encontraban sus almas cristalinas bondadosas. Unos ojos donde nadaban las pacíficas olas con sus sensuales movimientos, danzando con insinuantes gestos que los invitaban a gozar con su tímido fragor, con ese sordo murmullo que rozaba sus oídos. En el cielo las estrellas parpadeaban con insinuantes guiños que incitaban a más intensas sensaciones, que iban despertando sus impulsos más contenidos, encendiendo la ardiente llama que en su interior durante tanto tiempo había permanecido dormida.

Pero ellos se contemplaban soñadores, sin prisa, satisfechos por poder tenerse, por estar ahí a solas, tan sólo acompañados por el orgulloso satélite, acaso temerosos de que ese mágico instante terminase, con el tácito deseo de que fuera eterno, no queriendo cometer ningún error que rompiera aquel mágico momento.

Sin embargo, la pasión que ardía en sus cuerpos terminó por desatarse. Los dos al unísono acercaron sus rostros al tiempo que cerraban los ojos; abrieron los labios y sus bocas se sellaron, sedientas, en prolongados besos, cortados por pequeños suspiros, en gemidos de gozo por poder sentirse, por poder acariciarse, por poder tocarse, mientras sus lenguas se entrelazaban lujuriosas. La larga melena azabache de ella bailaba libre, acompañando los gestos de los jóvenes, que se entregaban a los románticos juegos de Eros, ajenos al paso del tiempo, mientras las primeras luces del alba empezaban a pintar de dorados colores sus pieles, testigos del nacimiento de un nuevo día.

JAVIER GARCÍA SÁNCHEZ

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