jueves, 31 de marzo de 2016

COMIDA


Miraban todo con atención, sorprendiéndose a cada paso. Yo los veíadesde la ventana del ruinoso edificio. Henry pasó los dedos por la mesa y dejó cinco líneas paralelas en medio del polvo. Ivy se
acercó a unos estantes y observó con detenimiento. La antorcha que sostenía apenas iluminaba; torció levemente la cabeza hacia su derecha, y tocó.
Cuando lo que estaba en el estante se deshizo en polvo, retrocedió tosiendo.
“¿Qué te sucedió?”, le preguntó Henry.
“Toqué eso y se deshizo”, contestó Ivy como si hubiera hecho una travesura.
Henry también tocó, y una catarata de polvo cayó a sus pies. Ambos se miraron asombrados.
Sentí un ruido en los árboles, me escondí.
Seis figuras aparecieron, caminaban como monos. Eran muy semejantes a mí, pero degradadas hasta el límite; su pelaje blanco como el mío estaba despeinado y sucio, y sus ojos rojos y brillantes como rubíes, me helaron la sangre. Olían, observaban, buscaban.
No sabía de dónde provenían ni cómo terminaron llegando a esa condición.
Nunca los habíamos visto. Se acercaron al edificio, hablaron entre ellos con sonidos guturales y gruñidos. De pronto se abalanzaron contra el lugar, y entraron rompiendo la puerta y las ventanas.
Cuando me asomé, el horror me invadió.
Uno de ellos arrancaba con los dientes un trozo del cuello de Henry, y otros dos mordían con frenesí uno de sus brazos. Los otros tres estaban con Ivy: el primero le arrancó parte de su seno derecho, otro
cercenó los dedos de una de sus manos, y el restante mordía sus pies. Los devoraron hasta saciarse y se fueron.
No podía creer lo que había visto. Nunca pensé que podíamos llegar a ese nivel de salvajismo. Y que los Eloí podían alcanzar tal extremo de estúpida mansedumbre.
La humanidad retrocedía hasta el canibalismo. Volvía a tener depredadores y corderos.

Guillermo Echeverría (Argentina)
Publicado en la revista digital Minatura 147

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