sábado, 30 de enero de 2016

MARGATE


Sigo el nervio impreciso y expandido de una hoja
a medio secar,
que desciende vacía de salvia.
Al lado de la puerta de rojo ladrillo el árbol robusto
y a su alrededor la hojarasca
batida por un viento que huele a asfalto de ciudades espléndidas.
Un árbol plantado como estaca,  mástil para izar una bandera,
tan solo para señalar los límites de un territorio privado.
Salgo una y otra vez al portal,
al lado del cuadro de la mujer que pintó Darío
cuando era su mujer mi hija.
Lo hago una y otra vez impulsado por el vicio,
sin importarme el calor ni el ser blanco de una hoja
que desciende ensimismada sobre el oleo
que Darío pintó en mi casa
antes de ser colgado en esa pared
a la entrada de la casa de los amigos.
Me siento a ensartar círculos de humo
desprendidos de un cigarro dulzón,
como si hubiese sido torcido con hojas de canela,
mientras contemplo una hilera de hormigas recorrer la pared
en descubierto cielo.
Mi voz suena diferente, quizás menos grave,
sobre la bocanada de humo.
Hablo de plenitud y de lo impostergable,
del asombro por la existencia de la prolijidad más absoluta,
hablo y hablo, sin que medie un mínimo instante para tragar la saliva
que llega a ser densa sobre la lengua
mientras adopto la misma posición de la hoja caída.

 A Sonia y Hernando Hernández

ARÍSTIDES VEGA CHAPÚ -Cuba-
Compartido por Claudio Lahaba



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