miércoles, 28 de noviembre de 2012

FRAGMENTO


 …y mi madre, que siente la muerte tan cerca,
reniega de su cara y la ve como asesino al mirarse al espejo…,
por eso es comprensible que le asalten pesadillas
con el pedacito de pastilla para dormir,
y sienta el ala de un cuervo delante de los ojos,
y vea un topo en su mesilla de noche y grite
y lo denuncie, igual que la hijita de Rhett Butler,
denunciaba a ese oso grandote que se había sentado en su corazón.
Y habla pero no habla conmigo.
Habla así porque llama a su madre
y le pone voz de trapo y de miedo.Es cuando me dice mamá pipí.
Es cuando le digo
que no hay ningún topo y es pronto todavía.
¿Para qué es pronto todavía?
Juro que no quiero vivir como ella saludando
a las personas del televisor, malhumorada con la boliviana
en el carril bici y empujada en silla de ruedas.
Me da miedo el olor a cítrico
y a toallitas de bebé, la propia escatología
y el comportamiento de nuestros esfínteres.
Y qué horror la quietud de la butaca y el sueño.
La pared con la cara de Rembrandt,
con el hermoso vestido de Saskia van Uylenburgh
y con la condena de mirarlos reír.
No sé si es peor la risa de esos jóvenes,
las caras de Los síndicos del gremio de pañeros,
o el gesto que le captó el Greco al cardenal Niño de Guevara.
No sé si es mejor San Francisco de Asís y la calavera
o un incendio de Paco Broca, La campesina de Cuadrado
riéndose de la muerte de Franco, o las sillas alfonsinas
con el recuerdo de Casacripta, donde verá su película
y su carne joven con todo lo que el viento se llevó.
Lo mejor ya no está en las telas ni en las vainicas
ni en su querido punto de cruz.
Lo mejor son los naipes y el solitario,
el que nunca le sale porque unió dos barajas
por no desperdiciar.
Lo mejor lo mejor no es nada.
Si acaso, en esta ya alta primavera del sur,
el color de los gladiolos y los claveles que le corté
para que los viera y aprovechara algo de su hermosura.
-¡Qué lindo el malva! –me dice-
-Qué lindo el malva…
Y recuerdo a los ancianos esteparios,
los que se sentaron a esperar la llegada
del lobo y su dentellada piadosa.
Los que vieron alejarse a sus hijos.
Los que supieron que solo les quedaba
sus orines y sus defecaciones
porque la muerte es un asunto solitario.
Estepas, largas estepas con pasillos infames,
con ascensores y sonrisas uniformadas,
con rostros desconocidos,
con espacios que lindan con el moribundeo
y los crematorios.
Pobres matronas y pobres patriarcas
que buscan compañía cuando la muerte es un asunto solitario.
Tan solitario y tan íntimo
que te acompaña a la esquina del sol
y al inquietante beso de los hijos, el beso
que ha perdido grosor y saliva de humanidad.
Esa humanidad que se disipa en torno a las hipotecas,
y donde el banquero mayor de todos los reinos
y todas las repúblicas, es tan avaro y se permite tanta usura
como el que vive en el cuento de Mary Poppins
y así no hay quien pueda desperdiciar
un cachito de tiempo para el amor,
y morirse viene a ser un asunto solitario.
Y yo,
que no vine a comer alacranes
ni a consumir veneno de serpiente,
cruzo los semáforos sin tacones,
miro en mis labios el código de barras
y aprovecho y lloro cuando pico cebolla.
Ando muy lejos de la muchacha diez
y del espíritu joven de la tercera edad.
He agotado el sexto mandamiento,
avanzo por la gula,
admito en la nevera chocolate impío
y pienso que la muerte
es la única sorpresa que me guarda la vida
y, hasta creo, que es grata la sorpresa.
Ojalá se me parta el corazón y muera estando viva.
Ojalá que el lobo me preserve
de la penúltima estancia de la vida…

Del libro inédito Esperando a Grenouille de Rosa Díaz
Publicado en la revista Nueva Grecia 1

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