miércoles, 31 de octubre de 2012

PÁJAROS


(o Parábola de héroes y ángeles custodios)

A los que nunca dejarán de intentarlo…

Plano por plano. Pieza por pieza. Piso por piso. Cueva por cueva. Nicho por nicho. Nido por nido. Y he ahí un nuevo, flamante rompecabezas urbano recortando el tiempo y el espacio. Oficio por oficio. Herramienta por herramienta. Eran como pájaros aquellos seres de alas invisibles trepados solazmente a los andamios celestiales...
Y preparaban, en las extremas nubes de argamasa, la torre de agua de otra delgada y cristalina esfinge o templo pagano floreciendo en el vientre ciudadano de esta oxidada Babel contemporánea: hablo de ella, de mi santafesina (argentina) ciudad de la Vera Cruz, a la sazón ya sin fe y ya sin cruz...
Templo donde ellos no sabían –ni querrían saber– sobre su suerte de tórtolas y pichones para el holocausto que, ocultos sacerdotes obispales de escritorio, mitra, báculo, casulla, manípulo, dalmática, tunicela, estola, alba y sandalias de astutos comerciantes letrados, urdían a diario con su vidas a modo de impiadosa ofrenda, desalmado sacrificio y rendido tributo  –a cualquier costo– en honor al más  “poderoso caballero” de este mundo: don (su dios) dinero.
A unos cincuenta metros de mi oficina, por sobre el tráfico y la indiferencia absoluta de mis pares, aquellos pájaros humanos construían nidos de cemento, acero y plástico reforzado, como nidos de lujo para otros pájaros humanos... Ah, si éstos supieran el precio al que ellos debían sujetarse para...
Yo los miraba, absorto y demudado, admirándolos en sus vuelos de correas endebles y gastadas, en su pura valentía de equilibristas del aire con urgido ánimo de supervivencia –“porque de algo hay que vivir, y no le tengo asco a las alturas”–, y me preguntaba, cuánto alpiste comerían por su trabajo de navegantes aéreos. De controladores aéreos. De cosmonautas vernáculos sin escafandra... Cuánto alpiste alcanzarían sus dueños –aquellos avaros y engordados (para el Apocalipsis) patrones de las bellas arquitecturas que sólo “ellos” moldeaban y modelaban con la sencilla sabiduría del oficio idóneo– a esas bocas hambrientas y chillonas... Cuánto alpiste darían –aquellos avaros propietarios de la empresa inmobiliaria que administraría las rentas del futuro edificio en torre “Campanario 100”–, a esas bocas cantoras y desdentadas por el viento y el sol, como efímero premio a la audacia y pericia de su cabalgadura a destajo por sobre las riesgosas rutinas de intemperie en las que  moraban como horneros deportados, pero siempre llenos de orgullo, sin embargo, como pájaros, porque lo importante era ser “eso”, pájaro, y volar, saber volar y vol...
De pronto, el chirrido de los frenos de un automóvil, justo en la esquina donde emergía el gigante constructivo, me desvió la mirada. Pero no más para volver a levantarla y presenciar, yo también, lo que sería el último vuelo, absurdo y desaforado, de uno de aquellos precoces –casi un niño por lo joven que parecía– pájaros sin módulo espacial, obnubilados por la falta de oxígeno, o el exceso de confianza en su pericia, o el fallo de un material de seguridad, o el pensamiento extraviado en las paredes a medio levantar de su casulla del Barrio La Lona –porque hoy es día de cobro de quincena–, y el descuido fatal o el golpe artero y sin aviso de una polea tonta y torpe en la cabeza vanamente enroscada ahora en un cuello roto, giratorio y mortalmente desgajado de aquel cuerpecito histriónico aunque inanimado...
Entonces, sucedió. Y niego que todo fuera producto de la imaginación; de mi imaginación o, mejor, de la indignación que había venido acumulando mientras comparaba la responsabilidad y destreza que ameritaba semejante oficio con el de otras profesiones quizás –como la mía– más cómodas, burocráticas, aclimatizadas y un tanto vanas –por la corrupción institucionalizada–, y la miserable ración de alpiste con la que esos pobres pájaros eran motivados a jugarse la vida en cada asiento de ladrillo que plantaban sobre aquel muro voraz que crecía y crecía, veloz, sin detenerse jamás...
Niego eso y afirmo con certeza que, por un lado, una lustrosa bandada de golondrinas  turistas –abanicando el verano que ya se despedía de la ciudad–, y, por otro, una bandada de chijíes de pechos fundidos como en oro y plata, antes de que el plumaje pálido de su congénere fuera parte del sangriento guiñapo de un títere aplastado contra el insensible pavimento de concreto asfáltico –como una granada de carne y huesos–, lo alzó en precipitado auxilio, elevándolo hacia el más allá de los allá, sin relieves ni repliegues, sin molduras ni arabescos, sin pórticos ni galerías, sin impostas ni rosetones, sin pilares ni contrafuertes, sin columnas ni parapetos, sin escaleras ni ascensores, sin bóvedas ni subsuelos, sin puertas ni candados, sin ventanas ni antepechos, sin cañerías ni conductos, sin puentes ni cables, sin techos ni alfombras, sin tejas ni chimeneas, sin terrazas ni baldosas, sin aleros ni cobertizos, sin rejas ni barrotes, sin celosías ni listones, sin claraboyas ni buhardillas, en un abierto, rasante y plano y recto cortejo de ángeles luminosos que se fundieron en el crepúsculo de aquel atardecer inolvidable...
Plano por plano. Pieza por pieza. Piso por piso. Cueva por cueva. Nicho por nicho. Nido por nido. Oficio por oficio. Herramientas por herramienta. Fue así, créame. Ninguno de los otros encontró sus plumas derrapadas, ni en la vereda ni en la calle contigua donde yo lo viera flotar y volar, como un pájaro con otros pájaros en un vuelo de especie que se perdió, como pájaro, hacia el reino de los pájaros... Justo el día en que debía recibir su apretada ración de alpiste.


Adrián Néstor Escudero -Argentina-
Publicado en Suplemento de Realidades y Ficciones 54



No hay comentarios:

Publicar un comentario