martes, 26 de junio de 2012

EL ÚLTIMO OCASO


Gregorio mira el cigarro de reojo, nota que mientras se consume poco a poco, su vida se va desvaneciendo  también, como si del humo del pitillo se tratara. Hace unos meses que le diagnosticaron la gran C y el médico de cabecera le prohibió absolutamente todo, aunque él sigue alternando aspiraciones en la máquina de oxígeno y caladas de nicotina. A fin de cuentas es lo que se va a llevar, esas pequeñas y tóxicas bocanadas de humo son sus últimos placeres y los disfruta al máximo.
Recostado en su vieja mecedora, colocada frente a la ventana, pasa las tardes haciendo como que ve la televisión, pero en realidad, solo la deja encendida porque las voces le hacen compañía. El silencio nunca le ha gustado, una casa silenciosa parece más grande, más fría. De vez en cuando, tuerce la cabeza para mirar por el cristal del ventanal y ve algo que evoca algún recuerdo furtivo o simplemente imagina lo que pudo ser y no fue.
Muy frecuentemente, sus pensamientos, los reales y los imaginarios tienen que ver con Manuela, su mujer. Rememora como se conocieron. Entorna los ojos y cree poder verla apoyada sobre uno de los mástiles de madera que sujetaban la tarima donde los jóvenes del pueblo se reunían para bailar. Está plantado en mitad de la plaza. Son las fiestas de San Lucas y el alcalde ha aplazado el toque de queda para que la muchachería pueda disfrutar un poco más. Manuela lleva un precioso vestido amarillo muy clarito, casi parece blanco,  le mira fugazmente y sus mejillas se tornan sonrosadas, también ella se sonroja. Le brillan los ojos de una forma especial, esos enormes ojos marrones, que desde el momento que los vio, no se borraron nunca más de su mente. Bailaron hasta que ya no había más música que bailar. Ella estaba muy a gusto a su lado, él lo notaba, pero como buena señorita que era, mantuvo siempre las distancias, sirviéndose de su brazo izquierdo como improvisado muro de contención entre los dos. Rieron, charlaron y cuando llegó el momento, la dejó con sus amigas y con su tía Fina, que estaba en la plaza vigilando a las zagalas. ¡Qué buenos momentos pasó cortejando a su Manuela!
Y su vida juntos también fue buena, ¡si señor! Casi setenta años juntos da para mucho. Pero si había algo que reprocharse a sí mismo a estas alturas de la vida era el no haber tenido hijos. Ya no solo por la compañía que ahora echaba en falta, sino por el hecho de sentir que, de tener descendencia, una parte de él quedaría aquí con ellos y así tal vez y solo tal vez, su inminente desaparición no le diera tanto miedo.
No tenía miedo al simple hecho de morir, sino a lo desconocido y sobre todo al olvido. A que, tras su ausencia, no hubiera nadie que perpetuara su recuerdo. Había tenido amigos, pero poco a poco habían ido faltando y ni que decir tiene que sus padres hace tiempo que dejaron este mundo. Ni hermanos, ni sobrinos, no tenía familia cercana a la que recurrir en caso de apuro y nadie estaría allí en el momento que tomara su último aliento.

Respira profundamente al colocarse la mascarilla de oxígeno y echa la cabeza hacia atrás. Un intenso pinchazo le atraviesa el estómago. Da una pequeña sacudida. La ceniza de su cigarro cae sobre sus rodillas manchando su bata de estar por casa. Dos semanas atrás, se cumplió su hora cero, se suponía, según los médicos, que debía estar ya bajo tierra, pero alguien había decidido, ¡a saber por qué!, que debía disponer de unos días más de prórroga.
Ve que cuanto queda de su último cigarrillo, entre sus engarrotados dedos, es la colilla. La aplasta contra el rebosado cenicero de cerámica de las casas colgantes de Cuenca que le regaló Manuela, cuando visitaron la cuidad en su vigésimo cuarto aniversario. Agarra el paquete de la mesa auxiliar donde tiene las medicinas y enciende otro pitillo.
Entonces, oye que suena el timbre. Se queda quieto, sin saber muy bien qué hacer, pues a su puerta, nunca llama nadie. Por un momento, incluso piensa que lo ha imaginado, pero después del segundo timbrazo lo que oye son golpes y gritos ahogados de auxilio:
      -Por favor, ábranme. Si me encuentra aquí afuera me va a matar- suplicaba una voz de mujer.
Gregorio se sobresalta. Se levanta como puede de la mecedora, deja el cigarro consumiéndose en el cenicero y arrastrando el aparato de oxígeno se dirige a la entrada de su casa. Desconfiado, mira por la mirilla antes de abrir, pero al ver al otro lado a una joven con un niño de corta edad en brazos, abre la puerta.
     -Pero ¿qué te pasa mujer? ¿Qué es este escándalo?- pregunta con tono exaltado.
La chica tiene los ojos llorosos, aprieta fuertemente contra el pecho al bebé, los dos tiemblan. Fuera hace frío. En el calendario ya se ha tachado medio mes de febrero, pero en los pueblos a los que llega el manto helado de la cordillera cantábrica, el tiempo aún es duro en esta época del año.
La muchacha aún parada en la puerta, lleva puesta una fina chaquetilla de punto de color negro y unos pantalones vaqueros, el niño tampoco va mucho más abrigado. Se nota que no son de por la zona. Gregorio se compadece de ellos, le despiertan compasión. Se les ve tan asustados, tan desprotegidos. Les deja entrar en la casa.
    -Entra mujer, vais a quedaron hechos un cántaro de hielo, ahí pasmados- dice a modo de invitación con su habitual tono tosco.
Sus improvisados visitantes aceptan de buen grado la brusca oferta. Ellos aún no lo saben, pero el trato que Gregorio tiene con otras personas se reduce, desde la muerte de su esposa, a saludar fugazmente a algún vecino y a sus conversaciones con su médico, por lo que este, dejaba mucho que desear.
Una vez están dentro, el anciano apremia torpemente  a la joven para que tome asiento y está se coloca sobre el sillón que habitualmente ocupaba Manuela. Gregorio la mira fijamente durante un tiempo, aparta la vista cuando ve que ella empieza a incomodarse.
      -Taparos con la manta que está sobre el sillón, os traeré una bebida caliente.
      -No, no hace falta que se moleste- contesta la chica- Estamos bien.
      -Estáis helados, tenéis los labios morados y no paráis de tiritar. Debéis entrar en calor. Yo no puedo llevaros al médico si os ponéis realmente enfermos, ya no tengo carnet de conducir. A por mí viene la ambulancia cuando tengo que ir al ambulatorio. Ahora vuelvo- sentencia ya dándole la espalada a su interlocutora y dirigiéndose a la cocina.
Pasados unos minutos, Gregorio vuelve con un gran tazón de leche con miel.
      -No sabía muy bien que podía beber el pequeño, espero que esto os vaya bien a los dos- dice un tanto confuso.
      -Está bien. No se preocupe- Contesta la chica.
El hombre opta por obsequiar a sus invitados con un mutismo total, mientras estos se habitúan poco a poco al entorno cálido de la casa. Pero el silencio no es el mejor amigo de Gregorio, ni la prudencia su punto fuerte. Así que de improviso espeta:
     -Y ¿se puede saber de quién huías?
La joven que después de dar de comer a su hijo empezaba a tomar un poco de leche del vaso, casi se atraganta al escuchar la pregunta. El viejo se queda un tanto abochornado, al darse cuenta de su falta de tacto. Cuando se dispone a pedir perdón, la mujer empieza a hablar.
      -De mi marido- dice casi susurrando.
      -¿De tu marido? ¿Tu marido quería matarte?- pregunta Gregorio sumamente extrañado, al no concebir tal aberración.
 Entre sollozos la joven mujer empieza a contar su historia. Nunca antes se había atrevido a decir nada sobre el asunto, aunque tampoco habría sabido a quien acudir, pero su inesperado y viejo confidente le infunde confianza, cuando le mira fijamente siente la seguridad que inspira un padre, al que puedes contárselo todo y sabes que no te juzgará por ello. La mujer, Alina, cuenta que se casó joven porque no tenía familia. Sus padres murieron cuando ella era muy pequeña y no habían tenido más hijos. Tuvo que vivir con unos tíos a los que apenas conocía y recibía palizas casi cada día. Cuando conoció a Javier, su marido, pensó que la vida sería mucho mejor a su lado y así fue mientras fueron novios, nada que destacar, salvo un par de contestaciones fuera de tono. Pero todo cambió cuando se casaron y empezaron a vivir juntos. Ella había dejado sus estudios antes de terminar la secundaria, no tenía trabajo y con escasamente dieciocho años, estaba todo el día encerrada en casa, sin salir sola a ningún sitio. Javier trabaja durante todo el día y al llegar a casa, tenía un humor de perros. La primera paliza llegó cuando se enteró de que estaba embarazada, le culpaba a ella, decía que como podía ser tan irresponsable como para traer un niño a este mundo en la situación económica en la que se encontraban. Después de la primera, las siguientes eran por cualquier cosa, la casa no estaba limpia, la comida estaba fría, se vestía de forma muy provocativa para ir a comprar, y un largo etcétera, que tan solo eran excusas para calmar los nervios acumulados, en una vida que no le satisfacía. Ella no le denunciaba porque no tenía donde ir, tenía un niño pequeño, no tenía trabajo… Tenía miedo a la soledad. Prefería aguantar las palizas a estar sola. La cosa siguió igual hasta que hace un mes, el jefe de Javier le notificó que estaba despedido. Después de 5 años trabajando para ellos, le echaban porque habían abierto un expediente de regulación de empleo y cerraban la empresa. Esa noche, llegó a casa encolerizado, dando gritos y pegando golpes. Marcos, su hijo, se asustó y comenzó a llorar desconsoladamente. Entonces Javier, fue hacia la habitación del niño con intención de hacerle callar como fuera. Si ella no llega a interponerse, esa habría sido la primera paliza que recibiera su hijo y esto le hizo pensar en que la situación no podía continuar así. Podía soportar ser insultada, ser golpeada y cualquier cosa que Javier le hiciera, pero no consentiría que ni él ni nadie, tocarán a su hijo. Esa paliza no fue la primera de Marcos, fue una de tantas para ella, pero sería una de las últimas. A las pocas semanas Javier llegó a casa diciendo que se iban de la ciudad, que le habían ofrecido un trabajo en el norte y que se mudaban. Comenzaron los preparativos para cambiar de residencia. Empaquetaron sus escasas pertenencias, su vida entera, en unas cuantas cajas de cartón y se metieron en el coche rumbo a un lugar que ella desconocía. Viajaron durante días, casi no paraban, excepto para que Javier descansara, minutos que aprovechaba ella para ir al baño o dar de comer a Marcos. Pero  en la última pausa, en la gasolinera de un pueblo cercano a la casa de Gregorio, Javier fue al baño y ella no lo pensó, aprovecho para huir. Salió corriendo con su hijo en brazos, dejándolo todo atrás, salvo una bolsa del niño y escapó de la opresión de su marido. En cuanto pudo, se desvío a un lado de la carretera, adentrándose en el bosque. Cuando ya llevaba varios minutos sin parar de correr aún creía oír a Javier gritar a su espalda que se detuviera, así que al ver las casas de la urbanización de Gregorio, llamó puerta por puerta hasta que alguien le abrió. Sentía que si no se escondía, Javier le encontraría y ahora que había logrado escapar no podía volver con él.
Al terminar la historia, los dos adultos se quedan callados unos instantes. Y es Gregorio el que rompe el hielo:
     -Bueno, por cierto, me llamo Gregorio- dice sin saber que otra cosa decir.
Alina, mira al anciano con ternura y en sus labios se dibuja una tímida sonrisa.
      -Yo soy Alina y este pequeñajo es Marcos.
La joven madre mira por la ventana y ve que ya ha oscurecido. Ha pasado el tiempo tan rápido mientras se desahogaba con Gregorio que no se había dado cuenta de lo tarde que es ya. Se levanta para despedirse. Mira a su hijo, durmiendo entre sus brazos y lo acurruca contra el pecho. El hombre les observa durante unos segundos, como decidiendo algo y de repente dice:

       -¿Dónde vas chiquilla?
       -Creo que ya hemos abusado suficiente de su hospitalidad- contesta Alina sonrojada.
Al verla, con las mejillas coloradas, Gregorio no lo puede evitar y la imagen de su mujer, Manuela, emerge en su mente, como tantas otras veces antes desde que se fue.
      -Pero ¿dónde vas a ir, mujer?- y continua con un tono que parece más una orden que una petición- os quedáis aquí, conmigo. Tengo sitio de sobra, está casa es enorme.
      - Yo no…- intenta decir Alina.
      -Tú nada. Esa habitación, la de al lado de la cocina- dice señalando con el dedo- está libre y preparada para que durmáis.
Gregorio empieza a toser de forma virulenta por el sobreesfuerzo de las últimas horas. Lo que para alguien normal apenas habría sido nada, para él es mover el mundo con sus propias manos. Alina al verlo tan afectado, en parte por no causarle más problemas, en parte por el bien de su hijo, pues es verdad que no tiene donde ir, decide aceptar la oferta.
      -De acuerdo. Nos quedaremos está noche. Pero por la mañana nos iremos y no le molestaremos más.
Pero eso no ocurrió. Alina y Marcos no dejaron la casa de Gregorio al día siguiente, ni al otro. Era tal la complicidad que, es tan escaso lapso de tiempo, se había creado entre los dos, que el anciano convenció a la joven para que se quedaran a vivir con él durante un tiempo. A cambio de cobijo y sustento, ella podría ayudarle con las labores del hogar. Así pasaron más de un mes. En los que mientras Alina limpiaba en casa o salía a comprar, Marcos y Gregorio se quedaban en casa viendo la televisión. Por las mañanas, si no hacía mucho frío salían los tres a dar un paseo, no muy largo, dependiendo, sobre todo, de lo que cada día pudiera soportar el viejo.
Una noche cuando Alina y Marcos ya se habían acostado, Gregorio estaba sentado en su mecedora y creyó oír un ruido. Bajó el volumen del televisor y agudizó el oído todo lo que pudo. Lo único que escuchaba era el zumbido constante de la máquina de oxígeno. Giró la cabeza a un lado, hacia la ventana que daba a la calle, suspiró profundamente y cerró los ojos. Pudo ver claramente a Manuela, que le extendía la mano y le pedía que le acompañara. Estaba preciosa, llevaba el mismo vestido de la noche en que la conoció, aquel precioso vestido amarillo. Se alegró cuando le dijo que le había estado esperando y que ahora podrían estar juntos para siempre. Comprendió que acababa de morir. Pensó que,  por cuanto veía a su alrededor, debía estar en el cielo. Y no sintió miedo de la muerte. Sabía en el mundo de los vivos, dejaba a quién le recordaría como un ser querido, como alguien importante, aunque en ese momento, allí, solo quedara de él, un cuerpo yaciendo inerte y frío. Solo unos días antes, en su visita al médico, aprovechó para arreglar sus papeles. Sabía que ya había tenido muchos días de propina y que pronto llegaría a la última estación del largo viaje que había sido su vida. Cambió la escritura de su casa y la puso a nombre de Alina, era la única familia que había tenido desde que murió Manuela y sabía que nadie mejor que ella cuidaría del que había sido su hogar durante la mayor parte de su existencia. Sabía que lo necesitaba y que sería un buen lugar para que criara a Marcos.
Todo había acabado bien, ahora sabía por qué alguien había decidido que no muriera cuando estaba previsto. Tenía que conocer a parte de su familia. Cogió de la mano a Manuela y la música comenzó a sonar. Ya no se notaba cansado, ya no le faltaba el aire. Bailarían toda la eternidad, sin enfermedades que les separaran ni brazos izquierdos, que se interpusieran entre ellos.

AZAHARA OLMEDA

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