miércoles, 28 de marzo de 2012

CIENTO TRECE

Las siete y cuarto, una vez más anochece
sobre la ciudad. El colectivo se acerca a la
esquina como un animal cansado, desborda
pasajeros por ambas puertas. Desde la
parada veo la espalda del último arriesgado
que intenta mantener un equilibrio
imprescindible entre el escalón inferior y la
calle. Bonito golpe, si resbala. De todas
formas, en un momento más yo tomaré el
mismo riesgo, si es que consigo subir. Estiro
un brazo al frente y el vehículo se detiene con
un silbido de fastidio. Se estremece al frenar.
Por fin. Ya llevaba unos quince minutos de
espera. Las siete y cuarto, otra vez muy tarde.
Oscurece. Si hay algo que me hace sentir mal,
es eso. Salgo en medio de la oscuridad de la
madrugada, regreso en las penumbras del
anochecer. Como si no viviera. Como si fuera
un objeto. Una idea descabellada, claro, una
loca conclusión: los objetos también están
presentes a la luz del día. O sea: menos que
un objeto.
Qué tal, cómo te fue hoy, sin novedad, y a
ti, regular, un día como todos. Alejandra corre
a la cocina a calentar algo. No nos miramos.
¿Por qué siempre corre? Pareciera que el
tiempo no le alcanza, aún cuando los horarios
siempre le resultaron indiferentes. Hace
tiempo que no nos miramos. Por qué corres.
Estoy un poco apurada, tengo que pasar por
casa de mamá. Mis manos juegan, nerviosas,
tengo que hacer un gran esfuerzo para no
demostrar mi ansiedad. Miro el teléfono pero
todavía no es tiempo de llamar. Alejandra
toma un par de cosas, el bolso, unos papeles.
Se aleja hacia la puerta, con prisa. Si vas a
salir no te olvides de dar dos vueltas de llave,
dice. Sabe que no voy a salir. No importa, es
igual. Por fin me siento libre. Tomo el aparato
y marco esos números, como si fueran la
clave de la libertad provisional: uno uno tres.
Al principio, quiero decir, durante los
primeros tiempos con Alejandra, también
sufría el invierno. Parecía que sólo vivía en
casa durante la noche. Claro, en esa época
era diferente. El entusiasmo del encuentro
nocturno borraba toda sensación amarga. Era
un oasis temporal, mientras esperábamos el
fin de semana con ansias para vernos bajo el
sol. Así decíamos, "vernos bajo el sol". No
parece cierto que todo eso sucedió hace
apenas cinco años, cinco largos años que
sirvieron para silenciar nuestros días y
alejarnos cada vez más. Luego, tomé la
costumbre de trabajar hasta tarde. Llegar a
casa era como enfrentarme a un desierto y
caminar, caminar hacia el final sin siquiera
saber a qué distancia se encontraba el oasis.
La cosa comenzó hace unos quince días.
Esa árida relación entre Gustavo y Alejandra
sólo se veía adornada por ciertos reproches
velados, posibles comienzos de una riña que
no llegaba a prosperar. Como aquéllos que
pretenden amarse o se aman ya y, a causa de
una cierta inseguridad inexplicable, sólo
atinan a discutir, casi el remedo de la
ceremonia amorosa de algunas aves. Sólo
que en este caso la situación era otra, tensión,
regaños escondidos en palabras con
apariencia amable.
—¿Qué te pasa con ese bendito teléfono?
¿No vas a cenar?
—Es un segundo, voy a consultar la hora.
Me parece que mi reloj está atrasado.
—La hora, la hora. Siempre preocupado
por la hora. Esa ansiedad te va a matar.
Alejandra se arrepiente, mueve la mano
en una diminuta señal de la cruz que culmina
con un beso leve sobre la uña de su pulgar.
—Perdón, perdón, no quise decir eso.
Pero es que ¿qué importancia tiene un minuto
más o un minuto menos? ¿Todo tiene que ser
tan exacto en tu vida?
Se levantó de la mesa con toda la
precisión de su cuerpo pequeño, entrenado,
flexible. Desapareció detrás de la puerta de
calle.
El hallazgo no tenía más que un par de
semanas. Sucedió en medio de una de esas
noches áridas, vacías. Alejandra salió, como
tantas veces: si vas a salir dale dos vueltas a
la llave. Yo no iba a salir. Levanté el auricular
para verificar la hora. Esperaba una voz
metálica que respondiera: “ocho horas,
veintidós minutos, quién sabe cuántos
segundos”. En cambio, escuché una infinidad
de voces en una mezcla informe, algunas
remotas, otras más cercanas. Es el colmo,
pensé. Maldecía mientras abandonaba el tubo
sobre la horquilla del aparato negro, ahora
más negro que nunca. Algo sucedió, sin
embargo. Esta ansiedad que no es de ahora,
que lleva tanto tiempo como nuestros
silencios, me empujó a actuar de otra manera.
Repetí la maniobra, alcé el auricular y mi dedo
marcó los tres dígitos, como una clave para el
ingreso en un mundo extraño. Y así fue. Una
vez más, logré oír aquel enjambre de voces
que parecían provenir de diferentes lugares.
Apenas audibles o tan cercanas como si mis
interlocutores se encontraran a mi lado. Con
timidez dije: “Hola”. Un tono femenino especial
acarició mi oído con una pregunta. “Oigan,
¿alguien sabe la hora exacta? Parece que el
servicio no funciona”. Hubo algunas risas. Tal
vez el más apropiado para dar la respuesta
fuera yo, el maniático que consulta la hora por
placer. Digo, porque mi reloj siempre está en
punto. “Las ocho y cuarenta y nueve”,
respondí. “Los segundos te los debo”. Allí
comenzó todo. Desde entonces esa voz fue la
isla que me rescataba de un mar quieto e
interminable, del hastío de cada noche.
Hablamos y hablamos, entre multitud de
voces, un murmullo que ya no era nuestro, un
rumor que ya no oíamos. Supimos nuestros
nombres, Gustavo, Belén, dónde vivíamos,
aunque sin precisiones, claro, algo debe
quedar en ese misterio que atrapa, que acerca
a dos desconocidos.
“El club del ciento trece”, se dio en llamar
a aquella conferencia anárquica en medio de
la cual hubo reencuentros de amigos, noticias
de otras áreas de la ciudad, bromas de mal
gusto y vecinos furibundos que ejercieron su
rabia con palabras soeces, comunicación
ligada que les daba la excusa para desatar
una ira encubierta por el anonimato. Para mí,
era el pretexto para una mínima evasión de
cada día, el reemplazo de aquellas noches en
que, con Alejandra, alentábamos la esperanza
de un fin de semana de sol y compañía.
“Vernos bajo el sol”. Por qué no hemos
hablado de nuestra situación. Por qué, si esto
se deteriora y se malogra día a día, noche a
noche. A lo mejor porque no estamos
preparados para asumir los cambios, una
posición cobarde que nos sumerge en un
espacio cómodo en apariencia, aunque
mezquino, tan alejado de la felicidad que
soñamos una vez.
Belén vivía en San Juan, un barrio algo
alejado del centro. No pude resistirme a
imaginarla. Más bien, su voz comenzó a
envolver mis fantasías hasta que creí
conocerla, a pesar de lo reciente de nuestra
relación telefónica. Ahora era el momento de
tomar una decisión. Hubo al principio cierta
timidez, acaso algo de desconfianza. Con el
correr de los días esos sentimientos dieron
paso al deseo de conocernos más, la idea de
establecer un acercamiento verdadero. Esta
noche era la noche. Íbamos por fin a arreglar
nuestra primera cita. Una cierta emoción me
estremecía. Una mezcla de deseo, atracción y
miedo. Me acerqué al teléfono. Otra vez el
índice, húmedo, cauto, marcó el código
secreto: uno, uno, tres. Un segundo de
silencio, tal vez menos. Una voz al otro lado
respondió, con frialdad: “nueve horas, dos
minutos, treinta segundos”.
Escucho el ruido de la llave al girar. La
sala está en penumbras, mis sienes
soportadas por las palmas de mis manos. No
puedo dejar de pensar. Alejandra se acerca,
qué haces ahí sentado a estas horas.
¿Pusiste tu reloj en hora?, murmura con un
dejo burlón.
—Mira, Alejandra. Te estaba esperando.
Siéntate, por favor. Tenemos que hablar.

MARIO FERRARI
Publicado en la revista Estrellas Poéticas 47

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