sábado, 19 de marzo de 2011

Escrito

AQUELLAS PUTAS DE LORA

Por Juan Cervera Sanchís


Entre los recuerdos de mi infancia y adolescencia, en Lora, tengo muy presente, aunque parezca raro, el de las putas. Las putas, al inicio de nuestra pubertad, adquirieron un imperioso protagonismo. Tenían para nosotros una aureola fantástica y cuando oíamos hablar a algunos adultos de las casas de putas, había en Lora varias muy famosas, ardíamos en deseos de conocerlas.
La verdad es que desde muy joven las conocimos y fue para nosotros un tanto fabuloso. Las casas de putas eran lugares muy divertidos, tenían la magia de lo prohibido y un cierto aire de libertad, aunque en realidad, como ocurre con el alcohol y las drogas, fueran, en el fondo de la cuestión, un espejismo más, de tantos con los que la vida suele jugar con nosotros.
No obstante, en aquel círculo cerrado de aquella Lora, donde masturbarse era pecado, según los curas, al parecer enemistados con la alegría natural de la vida, las putas, contra los prejuicios imperantes en aquella sombría sociedad, representaban la libérrima alegría de vivir y, en cierta manera, eran las verdaderas enviadas de Dios, es decir, del verdadero Dios, el creador de la vida con todas sus consecuencias.
Desde entonces experimenté una simpatía y respeto especial por las putas, pues hasta donde las conocí y las conozco, me merecieron siempre un profundo respeto. Sin duda mucho más respeto que el que podía sentir por los curas o los guardias civiles.
Es por eso que después de tantos años transcurridos me he propuesto aquí y ahora rendirles un homenaje a aquellas putas de Lora, a las que pocos recordarán, ya que yo sepa no tienen una calle o una plazoleta a su nombre y menos una estatua en nuestro querido y entrañable pueblo: Lora del Río.
Tampoco recuerdo que nuestros historiadores hayan escrito sobre ellas. Ellas, nuestras notables y preciosas putas, permanecen en los subterráneos del olvido, lo que no es justo.
Vivas en mi memoria, contra quienes por nada del mundo quisieran recordarlas, permítanme a mí, ya que hoy sí hay libertad de expresión y de pluma en nuestro pueblo, eso quiero creer, al igual que en toda España, recordar a algunas de aquellas putas y las casas en que trabajaron y regentaron.
Entre ellas, se me viene a la memoria, hablando de regentas La Vicentilla, una dama de tez morena, vivaracha, y de regio carácter, dueña del Bar Candil, que se encontraba a la salida de Lora por la carretera de Alcolea.
El Bar Candil era un lugar divertido, donde había siempre una docena de amables muchachas y, a más de poder departir con ellas un botellín de aguardiente, se podía bailar una pieza musical bajo las notas del acordeón de El Sándalo, el músico del planta y protegido de La Vicentilla, a la que yo le doy desde ahora el título de Doña,
pues poseía, en puridad a la verdad, valiosos dones humanos.
Otra casa de putas, y de mayor categoría que El Bar Candil, era la de La Pizota, una matrona de piel blanca y sonrosada, y algo pasada de peso.
Esta casa, como la de La Bizca, y la de Mercedes estaban en El Llano, frente a la vía del ferrocarril. La Bizca era muy alegre y de trato cordialísimo. Mercedes, blanca como el armiño y de pelo rubio como el trigo maduro, era un alma bella.
Con ella se podía hablar de las cosas de la vida y del arte. Gran señora, en verdad, rebosaba sentimiento y finura. Cantaba desgarradoramente por soleares. Era una artista, en el sentido esencial de la palabra, no como hoy que se le llama artista a cualquiera, en desprestigio de tan hermosa vocablo.
Mercedes grabó en mi mente la letra de un cante, por soleares, que jamás escuché cantar a nadie si no a ella y que jamás podré olvidar. Dice:
“Entoavía guarda mi cama/ el joyito que ella dejó,/ la jorquiyita de su pelo/ y er peine que la peinó”
Desde la primera vez que la escuché cantar me estremecí de pies a cabeza y creció mi respeto y admiración por ella y, en general, por las putas, aquellas mujeres, obligadas por los avatares de la vida, a ejercer una profesión, que nada tenía, ni tiene, de vocacional, sino más bien de encerrona fatalista, para la que había que tener una voluntad de hierro y mucho más valor y arte que el más grande los toreros, aunque sin la recompensa económica y gloriosa que esta otra profesión tiene para quienes la ejercen con arte y valor.
Las putas jamás cortarán las orejas de los animales que lidian y mucho menos las patas y el rabo o las “pichas” de su variopinta clientela. Nunca pues contarán con un público que les brinde sus óles y el frenesí de sus aplausos.
Me acuerdo con el corazón en los labios, y rebosante de gratitud, de aquellas putas de Lora, aunque muy pocas de ellas eran loreñas, ya que la putería tenía, y sigue teniendo, en todas partes, un aire de extranjería y cosmopolitismo globalizador en su desenraizadas y sufridas entrañas.
Vaya aquí y ahora, aunque tarde y a destiempo, este humilde y breve homenaje inesperado, pero más que merecido, a aquellas putas de Lora, que olían a dolor y resaca de posguerra y a dictadura inmisericorde.

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