sábado, 5 de marzo de 2011

CUENTOS

DELIRIO DE RAÚL X
Por Juan Cervera Sanchis


No es la tormenta, no es el rayo, ni la soledad de esta cuatro paredes. Yo ya estaba loco mucho antes. De niño maté moscas y lagartijas y ahora me duele la conciencia.
Sí, yo lo sé, los locos sabemos: “No hay más divinidad que la realidad misma.”
Recuerdo y recuerdo y, el caballo de mis recuerdos, galopa por los pastizales de mi desesperación. Tengo que alcanzar a mi sombra. Tengo que alcanzarme a mí mismo. Y pronto.
Recuerdo, ¡ah!, y cómo recuerdo. En Nueva York asesiné mil teléfonos públicos y en Roma quinientas mitras.
Recuerdo cuando en Sevilla estrangulé cien botellas como diez mandamientos y dos guitarras angustiadas.
“Amarás a Dios sobre todas las cosas y a tu prójimo como a ti mismo”. Y los niños volaban cometas de esperanza.
Los niños siempre están volando, contra todos los malos vientos, cometas de esperanza. Yo lo sé. Los locos sabemos.
No, no es la tormenta ni la lluvia ni la soledad... ¿Qué soledad, Mefistófeles?. Dime, ¿qué soledad? Tú sabes... No, no es nada, ni de aquello ni de esto tampoco.
¿Me explico? Si los ángeles, ¿quién me contó que los ángeles eran buenos? No son buenos, ¿verdad? Ellos están fusilando noche y día al noble Lucifer en el paredón de la sangre. Ellos están... y nosotros somos los únicos espectadores.
Hay que reconocer que nadie tiene la culpa, ni la Anti-materia ni el Anti-dios que los sábados, todos los sábados, se emborracha en la cantina amarilla, amarilla, sí, de la Vía Láctea. Pobre Sirio, Federico, pues allí ya no hay niños..
Fuimos amigos en tiempo de la bellota y en los días del caracol. Así son las cosas, qué le vamos hacer.
El villano triste lo dijo y yo no quise creerlo, pero ahora, ahorita, ahoritita que pasan hambre los cipreses del camposanto y los hornos crematorios huelen a carne quemada de inocentes yo sé lo que no sé y lo que no sé es lo que importa verdaderamente.
¡Ah!, sobre todo sé que lo que no hago y tengo que hacer es fundamental. Por algo me llamo cobarde en mis duermevelas.
Sí, sí, tengo que hacer muchas cosas. Tenemos que construir puentes entre la noche y el día, entre lo rojo y lo blanco, entre el fuego y el agua .
Tenemos que enderezar árboles torcidos. Alimentar niños. Hace falta ropa, arroz, leche, carne, libros, ordenadores, sueños.
La tierra parece un nido de gorriones sin padres, boquiabiertos. Sí, alguien puede arrojarnos la bomba. Tenemos que impedirlo. Tenemos que impedir muchas cosas urgentemente. Con la mayor urgencia.
Los atracadores nos cercan. Son muy educados. Usan trajes, camisas, corbatas de seda y anillos de oro, pero nos rodean como una muralla China. Derrumbemos la muralla.
Veo crecer enormes multitudes de pies desnudos. Hambrientas multitudes sin un hilo de esperanza al que asirse.
¿Qué hombre o qué niño de pies desnudos me está soñando y pidiéndome ayuda?
Sin duda sucede algo insólito, está sucediendo algo insólito- Alerta. Estemos alerta, porque...
Sí, muy pronto vamos a ver y oír. Dejaremos de ser ciegos y sordos. Marte está enrojeciéndose más de lo acostumbrado. Cuidado con el monstruo. Mucho cuidado. Aunque Venus sigue teniendo fe en el Gran Cambio, lo que no evita que los banqueros vivan aterrorizados y Pedro el policía ande pensando quemar su uniforme pues ya no le cabe su carne en él.
Se lo ha dicho a su mujer en secreto y, ésta, en secreto, se lo ha dicho a su amante, Julio el mecánico y, éste, lo anda diciendo por ahí.
Ya nadie sabe si su hijo es su hijo o su padre es su padre. Son muchos los que tienen la sensación de que son unos miserables hijos de puta, lo que no importa gran cosa.
Importa la sangre y la sangre se hace río y el río mar y, el mar, sostiene barcos que navegan y navegan, aunque no sepan hacia qué puerto o isla remota.
No, no es para morirse de miedo si de vez en vez naufraga un barco. Los naufragios son necesarios.
Hay extraños peces que tienen hambre de carne de piratas, pues ya se cansaron de devorar famélicos galeotes alimentados con sopa de mazmorra.
En tiempo de los galeotes... En tiempos... No, no hay tiempo pasado. No hay tiempos. Sólo existe el tiempo con todos sus espejismos.
El mundo está plagado de galeotes. Fábricas, supermercados, oficinas, redacciones... Hubo y hay muchos galeotes. Todo está escrito en el lamento de los remos.
Ahí podemos leer una palabra clave, palabra que nunca deberíamos olvidar.
Esa palabra que suena con frecuencia en los labios de los locos y que tanto temen los que se autonombran cuerdos.
Palabra que se instala fuera de las trampas de la ley y sus mañosos marcos, como la justicia misma.
Palabra que tanto inquieta a los poderosos. Es por eso que no duermen en paz cuidando sus turbias riquezas pues sienten que tras cada esquina, tras cada puerta, tras cada rostro hay un Espartaco cibernético asechando la gran ocasión.
Soplan vientos muy fuertes. Nadie podrá permanecer dormido ante lo que viene.
Ha llegado la hora. Todos los relojes del planeta Tierra la van a dar al unísono y nadie podrá dejar de escucharla.
Es inútil tratar de esconderse ante su poder ineluctable. No obstante, cuidado, mucho cuidado, porque el enemigo está decidido a todo y, sobre todo, a morir matando.
Sí, yo lo sé, los locos sabemos, y lo sabemos muy bien, demasiado bien:
“No hay más divinidad que la realidad misma”.

EL VENDEDOR DE LOTERÍA
Por Juan Cervera Sanchís


-¿Cómo te ha ido? –me preguntó don Pancho desde su silla de ruedas y sus soles octogenarios.
-De la chingada - le respondí sin contemplaciones- La verdad no muy bien que se diga. Últimamente no he dado pie con bola.
Don Pancho me miró de arriba abajo. Sonrió y me dijo:
-Párale, párale, muchacho. No te me apendejes. ¿Tan ciego estás que no sabes lo que tienes?
-¿Qué dice usted?
-Que sin tan ciego estás que no sabes lo que tienes. Por lo que veo caminas perfectamente y ves muy bien. Y también oyes, ¿no? No te me hagas el sordo. Estás en excelente estado de salud . ¿Qué más quieres?
Las palabras de don Pancho me sorprendieron. Lo escuchaba y no sabía que contestarle. La verdad es que yo andaba bastante acelerado aquel día. Bueno, ¿qué cabrón día no andaba yo en el acelere?
“El párale” de don Pancho retumbo con gran fuerza en mis oídos. Me fui sosegando. Él seguía platicándome:
-Sí, hombre, párale. No te voy a decir que la ambición sea mala, es parte importante de nuestro ser, pero no hay que desmedirse por ella. A veces es necesario detenerse, pensar un poco, recuerda que no tenemos la cabeza de adorno, y visualizar mejor los límites, los horizontes y las posibilidades de la realidad”.
En aquel preciso instante pasaba una carroza fúnebre por la calle y don pancho guardó silencio. Los dos pensamos al unísono en la muerte:
-¿Ya viste? - me preguntó don Pancho mientras la carroza y el cortejo desaparecían a lo lejos de la calle. Sin esperar mi respuesta continuó:
-¿Te das cuenta?. E insistió: ¿Te das cuenta del hecho maravilloso que es vivir, que es estar aquí tú y yo platicando y viéndonos en este momento? ¿No crees, amigo mío, que hay que dar gracias a quien corresponda por ello?
Callé. Moví la cabeza. Lo miré a los ojos con infinita gratitud y luego elevé mi mirada al cielo. Después me recreé viendo a la gente que transitaba por la calle de un lado para otro.
La vida, vivir en sí y sin más, me pareció lo más extraordinario que podía sucederme. Simplemente vivir, respirar, ver, oír, tocar, caminar.
Don Pancho, mi viejo amigo, mi sabio amigo, debía estar leyendo mis pensamientos.
En su silla de ruedas, incapaz de dar un paso por sí mismo, sonreía, ya, por su edad, a las puertas de la muerte, pero como si la creación entera fuera suya. Me daba la impresión de que era el hombre más dichoso del planeta.
Extraña e inesperada sensación la mía. Creía yo conocer a don Pancho, eso creía yo, creía yo conocerme a mi mismo y no sé cuántas cosas más creía yo.
Mentira. Supe que eran mentiras muchas cosas de las que yo creía, pues intuí, en aquel preciso instante en que comencé a conocerlo a él, y empezaba a vislumbra quien era realmente yo, lo equivocado que había estado.
Seguí mi camino y, desde entonces, supe que era otro hombre. Sí, desde aquel día soy otro hombre muy diferente de aquel al que don Pancho le preguntó:
-¿Cómo te ha ido? Y yo le respondí groseramente:
-De la chingada.

Y es que uno no sabe dónde y cuándo lo asalta la luz del milagro, ya que los milagros, es decir, la presencia de la energía primigenia y madre de todo lo creado, suele hacerse visible y audible en el momento menos esperado y, a través de la imagen menos sospechada, para hablarnos por los labios, sin labios, de autoridades espirituales sin credenciales visibles, de la mágica y verdadera rotundidad de la vida.
No cabe duda que la genuina sabiduría de ninguna manera está avalada por títulos de postgrados.
Los títulos de don Pancho, desde su niñez y juventud campesinas, se reducían a una vida adulta encadenada al volante de un taxi en la gran ciudad , un accidente en que perdió sus piernas y lo sumió en una silla de ruedas, convirtiéndolo en un vendedor de lotería, desde hacía treinta años, en los que jamás había dado un premio mayor, aunque sí había sembrado, y seguía sembrando, en sus clientes y amigos, bellas ilusiones que se transmutaban en preciosas realidades instante tras instante, pues don Pancho lograba hacerles sentir lo maravilloso que es vivir a plenitud cada segundo.

LA JOVEN VIUDA
Por Juan Cervera Sanchis


Cenizas. Él acababa de ser reducido a un puñado de cenizas. Salimos todos del crematorio. Ella abrazaba la urna donde él descansaba. No cesaba de llorar. Sus grandes ojos negros eran dos ríos de lágrimas. Viejo amigo, trataba de consolarla. La tomé del brazo. Sin decir palabra. Para qué. A veces las palabras salen sobrando.
Ella apenas susurró: “No me dejes sola”. Todos se fueron yendo. Hasta sus cuñadas.
Cuando nos dimos cuenta estábamos los dos solos. Ella con la urna entre sus manos. Yo con mi mano tomando su brazo.
Nos miramos. Sus ojos estaban rojos como dos ascuas. Sentí su desolación. Su infinito abandono. Me acorde de él, ya tan distante, como a años luz de nosotros. Así es la muerte.
-Te llevo – le dije.
Subimos a mi auto. Silencio sobre silencio. En una curva puede ver con las cenizas del difunto se agitaban. Ella se abrazó con más fuerza a la urna.
Llegamos al edificio donde vivía. La acompañé hasta la puerta de su departamento.
-No te vayas todavía - me dijo. Entramos. Esperé. Dejó la urna sobre el televisor. Sentí rarísimo. Fue por una vela. La puso al lado de la urna. La encendió. La llama comenzó a cintilar.
Era todo tan extraño.
-Espera. No te vayas todavía - insistió. Y se metió en su recámara.
Al volver ya no traía su vestido negro. Se había puesto una bata azul. Se veía más relajada. Se había mojado la cara y sus ojos ahora rebrillaban con una enigmática intensidad. Nos sentamos en la sala. Ella en un extremo del sofá, yo en el otro.
-No tengo nada que ofrecerte –me dijo. Y luego:
¡Ah!, sí, creo que por ahí hay una botella de brandy que dejó...” No completó la frase. No dijo el nombre del difunto.
Se levantó. Trajo la botella y una copa. Todo aquello era cada vez más raro para mí. La llama de la vela centelleó. Las plomizas cenizas de él recogían la luz amarillenta y hacían que rebrillara el gris de una manera extrañísima.
-Fue tan repentino. Tan inesperado. ¿Qué voy hacer?. Yo no he trabajado nunca. Si al menos me hubiera dejado un hijo...
No le contesté. No sabía que contestarle. De repente y sin saber por qué todo cambió en mi mente.
No sé qué diablos se introdujo en mi cabeza. Miré la urna . Sentí como remordimiento, pero... ¡qué terrible es la mente humana!
Sí, comencé a desear frenéticamente a la joven viuda, a la esposa del que fuera mi mejor amigo, fallecido brutalmente en un accidente automovilístico:
“Dios mío, Dios mío, ¡debo estar loco!”, me dije para mis adentros.
Las cenizas del difunto debieron leer mis pensamientos. Creí ver que se revolvían en la urna. Un hilo de aire inesperado apagó la llama de la vela.
Ella, la joven viuda, se veía cada vez más nerviosa.
-Me voy - le dije.
-No, no, por favor, no te vayas todavía. No me dejes aquí sola – suplicó.
Experimenté una sensación de locura. Sí, todo aquello empezaba a ser una locura y una imperdonable irreverencia. Así lo sentía yo, cada instante más dominado por el deseo y la atracción que comenzaba a ejercer sobre mí la joven viuda.
Es por eso que después de lo que sucedió me siento desesperadamente culpable y aunque por más que pretendo olvidarlo no puedo. No, no puedo. Me es imposible poder olvidarlo.
Por una parte me sangra la conciencia al recordar las cenizas del difunto agitándose ciegas de celo en la urna, mientras imaginaba que el muerto era yo y me llenaba a rebosar el corazón de odio, al tiempo que, por otra parte, no ceso de experimentar aquella sensación de éxtasis que compartí con la joven viuda, pues nunca jamás antes había saboreado los deleites del sexo como en aquella irrepetible ocasión.

LOS DIOSES NO TIENEN MADRE
JUAN CERVERA SANCHIS


Había sido un día muy intenso para Cynthia. Por fin dormía plácidamente. Eran como las cuatro de la madrugada. De súbito, y entre la lasitud del sueño que la embargaba, experimentó una muy extraña sensación. Algo indefinible penetraba hasta lo más profundo de sus neuronas. La sensación la dejó vacía. Se agitó en su lecho misteriosamente desvelada. Entreabrió sus ojos. Descubrió que la ventana había quedado abierta. Se levantó. Cerró la ventana. Se sentó sobre el lecho revuelto.. Otra vez volvió a sentir, con la mente en blanco, aquel tan insólito estremecimiento. Un gran cansancio la fue invadiendo. Se arropó y durmió hasta el día siguiente.
Pasó el tiempo sin mayores sobresaltos para Cynthia. Un día, semanas después, advirtió que algo anormal estaba sucediendo en su organismo. Sus funciones femeninas incomprensiblemente habían quedado suspendidas. Ciertos trastornos ignorados por ella, hasta entonces, se apoderaron de su cuerpo. Comenzó a experimentar vahídos y náuseas. Su madre, que observó las reacciones, se alarmó e hizo a Cynthia preguntas que ésta no alcanzó a comprender. Quedó todo así por el momento. Mas como los trastornos continuaron, la madre decidió llevarla al ginecólogo. Cynthia no comprendía nada. Su padre, al conocer la decisión de su esposa, se puso muy nervioso y hostigó a la joven con extrañas preguntas. Ella, que no comprendía nada, se desplomó en llanto.
Fueron al ginecólogo. Éste, tras hacer las pruebas pertinentes (ranas, conejas, cuyas, pruebas del Latex) comunicó a los padres de que no era nada de lo que habían imaginado. No contentos con esto, y ya que los trastornos persistían, la joven fue sometida a una concienzuda exploración. Finalmente se le hizo un frotis.
Cynthia no sólo no había sido violada, sino que se confirmó, además, que no existía huella en su organismo de que hubiera tenido relación con varón. Era pues virgen. Así que era del todo imposible que existiera la más mínima posibilidad de embarazo como había sospechado su madre y la sintomatología invitaba, en principio, a creer.
El ginecólogo diagnosticó que todo aquello probablemente se debía a un estado nervioso derivado del exceso de estudios a que se había sometido a la joven.
Por prescripción médica, Cynthia, se tomó unas semanas de vacaciones al aire libre con el objeto de gozar del sol, tranquilidad y reposo. Sin duda alguna prontamente se restablecería y aquellos síntomas desaparecerían por completo.
La joven no entendía nada de lo que estaba sucediendo a su alrededor. De cualquier manera, las vacaciones, le sirvieron de relax..
Transcurrieron cinco meses. La cintura de Cynthia comenzó a ensancharse y el volumen de su vientre creció ostensiblemente. Los padres, alarmados y pensando en un posible y terrible tumor, la llevaron de nuevo al ginecólogo. Éste, por medio del estetoscopio, diagnosticó:
-No lo puedo creer, señores, después de las pruebas que le hicimos a su hija esto no es posible y, sin embargo, lo es.
-¿Qué es lo que no puede creer, doctor?- preguntó la madre de Cynthia.
-Ese latido cardíaco intrauterino. No hay duda, señora, su hija va a ser madre.
Cynthia era ahora la que se sentía aterrorizada.
-¡No es posible, doctor, no es posible!
-Lo es.
Al día siguiente fue examinada por otro ginecólogo. El diagnóstico fue el mismo. La vieron varios médicos más. No hubo dudas. ¿Qué había ocurrido?
Sí, era incomprensible en razón a los exámenes del primer ginecólogo y, sobre todo, en orden a la memoria de la misma Cynthia. El hecho, sin embargo, era el hecho. Los padres de Cynthia estaban avergonzados. Se planteó la posibilidad de un aborto, pero dado los principios religiosos de la familia fue rechazado. Se determinó que Cynthia tuviera aquel hijo que ni ella misma, y lo juraba, sabía de quién era. La joven sufrió una fuerte crisis. Finalmente aceptó la realidad, una realidad palpable a la vez que inexplicable.
Pasó el tiempo. Cynthia secretamente empezó a querer al hijo. Su vientre se orondeaba más y más y la embargaba un peso de ternura.
Tres habitantes de la quinta dimensión estaban sumamente entusiasmados en su laboratorio de ensayos entre retortas y matraces. Eran tres individuos de la raza de los Hazzures. Potentes inteligencias de la galaxia Rirmarg.
-¡H-4, lo hemos logrado!-exclamó uno de ellos.
-Magnífico T-6.
-¡Bellísimo!-reafirmó Z-8.
Los hazzures venían experimentando desde aquel laboratorio con los rayos Vnzús , mucho mas poderosos que los conocidos por los terráqueos con el nombre de lasser.
El experimento de los hazzures consistía en implantar especimenes seleccionados de su raza en razas extrañas. Al fin culminaba con éxito su prueba. A fuerza de búsquedas había sido hallada la matriz ideal en una terrestre, que fue estudiada desde veinte generaciones atrás. Reunía pues las condiciones requeridas para el trascendental ensayo, dadas las condiciones cósmicas existentes. En el planeta Yintay se necesitaba urgentemente un individuo ultracósmico, al mismo tiempo que común a la raza allí existente, desde hacía trescientas vueltas del Gran Cilindro. Los hazzures que operaban en el laboratorio eran precisamente los encargados de dicha misión. Desde hacían millones de vueltas del Gran Cilindro ellos cumplían con el científico deber de enviar individuos ultracósmicos a distintos planetas de diferentes soles de tiempo en tiempo. Es decir, siempre que la moral de estos planetas bajase a niveles ínfimos.
Z-8 sonreía mientras observaba como saltaban de júbilo sus compañeros. Él era el historiador y sabía que desde otro laboratorio hazzur no hacía mucho fue enviado a la Tierra otro individuo ultracósmico que muy pronto ( año 2015 de los terrestres) iniciaría su acción transformadora. La gran revolución de los terrícolas era aún un secreto para los mismos habitantes del planeta, pero la Tierra estaba necesitada de esa gran revolución moral al igual que Yintay.
Cynthia estaba punto de dar a luz. De nuevo experimentó la extraña sensación aquella que tanto la inquietó. Recordó incluso la noche en que se levantó a cerrar la ventana. Un hilo misterioso unió aquella noche con la presente.
Los hazzures trabajaban. Z-8 dijo:
-Es el momento. Preparen los rayos Vnzús. Pronto.
En menos de un tercio de segundo los rayos estuvieron listos. Cinco segundos después y realizada la operación místico-matemática, requerida para el caso, los colores de todos los iris hazzures se pusieron en acción. Una criatura hermosísima pataleó en un tubo de vidrio. Lloraba feliz. Por ósmosis le había sido extraído su misterioso fruto a Cynthia de la emoción y el asombro de su vientre.
Cynthia despertó confusa y angustiada.. En lo más profundo de sus neuronas la Creación sintetizada se alzaba en un único clamor. Un vacío infinitesimal se apoderó del alma de Cynthia, que flotó en el mar todas las nadas.
Tres habitantes de la quinta dimensión enviaban un niño destinado a grandes empresas al planeta Yintay. Uno de ellos dijo:
-La terrestre se ha suicidado, pero no lo consideren un fracaso. Piensen: una muerte por millones de vidas. T-6 comentó:
-La vida y sus esencias. Tenemos mucho que aprender todavía de la vida.
De repente todo se desvaneció. No podía ser de otra manera, pues como dejó dicho 274 años antes de JC, en Seleunte, el sabio Agemarco Abderita, predicador del suicidio, las madres de los dioses, inevitablemente, mueren locas y por su propia mano, en el instante mismo en que nacen éstos, pues los dioses no tienen madre.
El destino de Cynthia se había cumplido con absoluta exactitud.

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